MARÍA ISABEL DE BRAGANZA, LA REINA “FEA, POBRE Y PORTUGUESA” QUE SOÑÓ CON EL MUSEO DEL PRADO

El Museo del Prado, de Madrid, es una de las galerías de arte más importantes del mundo y este 2019 cumplirá dos siglos de vida. Visitado por unos tres millones de personas por año, el museo madrileño nació en el corazón de una reina breve y desdichada para convertirse en una de las colecciones pictóricas de mayor calidad en Europa. Se trata de la infanta portuguesa María Isabel de Braganza, una de las cuatro esposas de Fernando VII, y quien murió a los veinte años de edad. Amante del arte, la refinada reina concibió la idea de una galería en la capital de su patria de adopción, y aunque no vivió para ver cumplido su sueño, su legado trascendió fronteras.

Nacida el 19 de mayo de 1797 en el palacio real de Queluz, en Portugal, fue la hija mayor del futuro rey don Juan VI y de su esposa española, Carlota Joaquina de Borbón. Tuvo muchos hermanos -aunque no todos son atribuidos a su padre, sino a diversos cortesanos cercanos a Carlota Joaquina-, y entre ellos se cuentan el rey portugués Miguel I y el emperador Pedro I de Brasil. Hija de un matrimonio roto casi desde el principio, María Isabel fue educada con sumo cuidado por profesores afines a la Compañía de Jesús y recibió una exquisita formación artística.

En 1814, otra verdadera desgracia. Cartas llegadas desde la corte de Madrid informaban que el tío de la infanta, el rey Fernando VII, andaba en búsqueda de una nueva esposa después de haber enviudado y que las miradas estaban puestas hacia ella. El trámite fue exprés. Sin necesidad de amor, romance o cortejo, a principios de 1816 se firmaron los contratos nupciales y María fue subida a una carroza para casarse con su tío. Su hermana, María Francisca, la acompañaba porque su destino era casarse con su otro tío, el infante don Carlos María Isidro.

“Era la nueva reina gordita, mofletuda, cara de pálido color, ojos saltones, gran matriz y pequeña y torcida boca”, escribió un biógrafo. “Por otra parte, llegaba a Madrid sin dote alguna y sin el ajuar principesco de costumbre, por lo que el pueblo de Madrid quedó asombrado y no faltó quien, anónimamente por supuesto, colocase a la puerta del palacio real un papel en el que se leía: FEA, POBRE Y PORTUGUESA, ¡CHÚPATE ESA!”

María Isabel fue una gran amante al arte y se preocupó cuando, durante una estancia al monasterio de El Escorial, descubrió un gran número de obras de arte descuidadas desde la guerra de la Independencia. Con sumo cuidado, se encargó de dirigir a un conjunto de conservadores para exponer las obras en el palacio real de Riofrío. Había lienzos de grandes maestros italianos y españoles y otras obras expropiadas por los franceses que se habían almacenado en aquellos sótanos para ser trasladadas con posterioridad a París.

Fue Francisco de Goya, uno de los más grandes genios del arte español, quien propuso entonces a María Isabel que trasladara las obras a Madrid para que pudieran mantenerse mejor y ser admiradas por un mayor número de personas. La idea maravilló a la reina, quien influyó en el rey para formar un museo de obras de arte que, en un primer momento, se pensó en abrir en el palacio de Buenavista, cedido para ese fin por la Academia de Bellas Artes.

Como la idea no prosperó, en marzo de 1818 se inició la reparación del palacio del Prado, costeada en gran parte por el bolsillo de Fernando VII y María Isabel, para instalar allí “para su conservación, el para el estudio de los profesores y recreo del público, muchas de las pinturas que adornan sus palacios reales”. Se trataba del Real Museo de Pinturas, que con el tiempo se convertiría en el Museo del Prado.

Los historiadores no saben si esta galería fue un deseo de complacer a la reina María Isabel o proyecto propio de Fernando VII, pero el hecho mismo de que el puesto de director del museo estuviese vinculado en los primeros tiempos a un cargo cortesano como el de Mayordomo Mayor del Rey prueba la implicación de los reyes en este emprendimiento histórico.

En el plano íntimo las cosas no fueron bien. Cobarde, maleducado, desagradable… con tamañas virtudes a muchos les sorprende que Fernando VII llegara a tener cuatro esposas. Una de sus suegras, la reina María Carolina de Nápoles, dedicó siempre feos calificativos hacia Fernando, a quien en sus cartas tildaba de feo, bruto, gordo, de piernas torcidas, vago, antipático: “Es un tonto, que ni caza ni pesca; no se mueve del cuarto de su infeliz mujer, no se ocupa de nada, ni es siquiera animalmente su marido”. En otra carta lo definía como “un marido tonto, ocioso, mentiroso, envilecido, solapado y ni siquiera hombre físicamente”.

Cuando la joven María Isabel de Braganza fue enviada a Madrid para casarse con su viejo tío, las aventuras nocturnas del rey con amigos íntimos eran conocidas en todo Madrid. Según el marqués de Villa-Urrutia, Fernando VII era en esos momentos “hombre de muchos y desordenados apetitos, harto dañosos para la enfermedad que padecía”. “Pero no le gustaba de solazarse con las damas de su corte, como su ilustre antepasado el gran rey francés, antes de que lo sometiera a su severa disciplina madame de Maintenon”, escribió.

“Aunque muy aficionado a las mujeres, no las tenía en más estima que a los hombres, ni le inspiraban mayor confianza, sintiendo una instintiva repugnancia a dejarse gobernar por privados o queridas”. El marqués agregó que Fernando VII “solía salir disfrazado por las noches en compañía del duque de Alagón, tanto para enterarse, a guisa de sultán oriental, de lo que se decía y hacía en la coronada villa, capital de sus reinos, como para entregarse fuera de palacio a ciertos deportes que los musulmanes practican dentro del harén…”

Pobre reina Isabel, que quedó embarazada al poco tiempo de la boda real, pero la hija que dio a luz el 21 de agosto de 1817 murió a los cuatro meses de vida. Tuvo segundo embarazo pero su delicada salud y las consecuencias de una cesárea mal practicada fueron las causas de su fallecimiento, en 1818. El 26 de diciembre de 1818 empezaron las primeras contracciones. El parto se alargó hasta que la reina sufrió una preeclampsia que las crónicas del momento denominaron una alferesía. Lo cierto es que horas antes de iniciarse el parto, la reina se había visto aquejada de unos fuertes dolores de cabeza, preludio de un desenlace terrible.

Los médicos, ante el cuerpo inconsciente de María Isabel, la creyeron muerta. El rey dio autorización para practicar a su esposa una cesárea de urgencia e intentar salvar a un posible heredero al trono. Mientras, su hermana María Francisca insistía en esperar creyendo que María Isabel no había muerto. No se equivocaba. Cuando el médico empezó a cortar el vientre de la reina ésta dio un grito desgarrador. Sin ninguna compasión para la parturienta, la cesárea no se detuvo y la reina murió desangrada. La niña que extrajeron de su vientre murió a los pocos minutos.

María Isabel no dio a la corona el ansiado heredero, y por eso fue enterrada en el Panteón de Infantes de El Escorial. Fue sin embargo gracias a ella que hoy podemos disfrutar de una de las pinacotecas más importantes del mundo. El Real Museo de Pintura que había imaginado se inauguró el 19 de noviembre de 1819, un año después de su muerte. El pintor Bernardo López Piquer inmortalizó a María Isabel en un bello cuadro en el que aparece señalando con una mano el edificio del que sería el Museo del Prado y con la otra se apoya sobre los planos del mismo.

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